Capítulo 4 ¿La abandonarían de nuevo?
Esteban recorrió el hospital en busca de gente, intentando averiguar qué estaba pasando. Sin embargo, todos los que encontraba le decían que ellos tampoco sabían lo que estaba pasando. A estas alturas, los Juárez tenían tanto frío que temblaban sin control en el gélido pasillo. Los Castellanos tampoco los veían. Se hacía insoportable esperar allí. Paula fue la primera en admitir su derrota. —Voy a ver a Débora… Débora también estaba internada en ese hospital, pero en el área de maternidad. Esteban y Ricardo tampoco aguantaban más, pero no querían marcharse, así que no tuvieron más remedio que seguir esperando en aquel frío interminable. Incesantes quejas llenaban sus mentes. Sin embargo, ¡no tenían idea de que ese no era más que el principio de sus problemas! … Liliana podía escuchar el pitido silencioso de las máquinas a su alrededor. También había gente hablando, pero de manera muy indistinta. Sin embargo, había una voz en particular que era muy clara. —¡Liliana… Liliana querida… Oye, pequeña Tulipán! Tienes que despertar pronto, ¿vale? Si no lo haces, yo… Liliana sintió como si un pequeño enjambre de abejas zumbara junto a su oreja y le parloteara. Era un poco fastidioso. ¿Quién era esa persona que le hablaba? Los párpados de Liliana se agitaron un poco y por fin abrió los ojos, solo para ver una pared blanca como la nieve justo delante de ella. Un grupo de personas rodeaba su cama. Frunciendo los labios, los analizó de manera cuidadosa. Gilberto reaccionó con entusiasmo, y también fue el primero en hablar. —¡Liliana! ¡Ya estás despierta! Soy tu tío Gilberto… El resto de los Castellanos ni siquiera se atrevían a respirar, observaban tensos a Liliana. Liliana estaba perdida. —¿Tío Gilberto? Su preciosa carita estaba inexpresiva y pálida, parecía una frágil muñeca de porcelana. Sonaba como si estuviera repitiendo una frase extranjera. La boca de Hugo se apretó en una línea dura. Liliana estaba muy delgada; era tan diminuta que la cama del hospital parecía muy grande. Le dolía verla así, tanto que le costaba respirar. Gilberto habló con más suavidad. —Liliana, soy hermano de tu madre. Me llamo Gilberto. Me llamaste antes, ¿recuerdas? Liliana arrugó la frente. Después de un momento, dejó escapar un suave —Vaya. Ahora lo recordaba. Ella había marcado al número del tío Gilberto, pero él la había ignorado. ¿No la querían sus tíos? —¿Viniste… viniste a buscarme? —preguntó Liliana con un hilo de voz. Todos los hombres alrededor de la cama asintieron contentos. Bruno añadió: —Liliana, soy tu tío Bruno. Estamos todos aquí para llevarte de vuelta a casa con nosotros. Hugo sintió como si algo le oprimiera la garganta. Respiró hondo y dijo: —Así es. Estamos aquí para llevarte a casa, Liliana. En el futuro, nadie se atreverá a intimidarte ni a acosarte. Si alguien lo intenta, tu abuelo Hugo tendrá algo que decir al respecto. Liliana miró a cada uno de los hombres por turno. ¿La iban a llevar a casa? No estaba segura de si volverían a abandonarla cuando la trajeran a casa. ¿La golpearían y la matarían de hambre? Al ver lo callada que estaba, los Castellanos se sintieron aún más tensos que nunca. Ninguno de ellos tenía mucha experiencia con niños. Uno por uno, miraron a Antonio y a Luis. Antonio era el mayor de los Castellanos, tenía 40 años y dos hijos. Luis, el segundo hijo, tenía 38 años y también dos pequeños. Sin embargo, a Antonio no se le daba muy bien relacionarse con los niños. Después de dudar un momento, preguntó sin rodeos: —Liliana, ¿qué te preocupa? Como lo dijo con su habitual tono inflexible y bastante duro, todos sus hermanos lo miraron con desprecio. Luis tosió un poco avergonzado. Por naturaleza, era una persona taciturna y le resultaba difícil decir mucho. La tensión en el ambiente era tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Gilberto dio un profundo suspiro. Se acercó a la cama de Liliana y le acarició el cabello con ternura. Con la voz más suave que pudo reunir, preguntó: —Liliana, querida, ¿por qué no nos dices cuál es tu verdadero nombre? Liliana miró al techo en silencio durante un rato antes de responder: —No tengo otro nombre, solo Liliana. Papá le había dicho que no necesitaba un nombre propio, ya hablarían de eso cuando su madrastra diera a luz a su hermanito. Liliana había sido el nombre que le había puesto mamá. No tenía otro nombre. Gilberto sintió un dolor sordo en el corazón. ¿Cómo había pasado aquella niña sus días en casa de los Juárez sin siquiera un nombre? Reprimiendo su ira, preguntó: —Bueno, entonces, Liliana, ¿puedes decirle a tu tío Gilberto lo que estás pensando en este momento? Liliana dirigió su mirada hacia él con esfuerzo, mirando fijo a esta persona que se hacía llamar su tío Gilberto. Ese día, todo su mundo había sido muy oscuro, pero este hombre había atravesado esa oscuridad como un rayo de luz y la había rescatado. Su boca tembló un poco y preguntó: —Tío Gilberto… cuando volvamos a casa, ¿me… me dejarán comer? Todos los Castellanos se quedaron boquiabiertos al escucharla. Esta niña estaba preguntando si se le permitía comer cuando llegara a casa… Antes de que pudieran reunir una respuesta, Liliana volvió a preguntar con voz diminuta: —¿Me vas a pegar? Aquellas sencillas cuatro palabras casi hicieron llorar a Hugo. La niña temía que la mataran de hambre y la golpearan. «¿Qué clase de abusos sufrió en la casa de los Juárez?». Estaba medio muerta de hambre y mal vestida para el invierno. Cuando tenía pesadillas, nadie la acompañaba cuando se despertaba asustada, y en verano nadie la molestaba cuando estaba empapada en sudor por el calor. Hugo se dio la vuelta, mordiéndose el labio hasta casi sacarse sangre para poder reprimir las lágrimas que amenazaban con derramarse por sus mejillas. Los hermanos Castellanos estaban tan enfurecidos que apretaron los puños con fuerza. Sin embargo, no se atrevieron a dar rienda suelta a su ira por miedo a asustar a Liliana. Gilberto alargó la mano y tomó la pequeña mano de Liliana, colocándola contra su mejilla. Con voz ronca, murmuró: —Liliana, querida, cuando volvamos a casa podrás comer lo que quieras y nadie te pegará. Mira, ese de ahí es tu tío Antonio. Ese es tu tío Luis, y ese es tu tío Bruno… Todos ellos son hombres duros y fuertes. Todos nosotros te protegeremos y nadie volverá a hacerte daño. Liliana se aferró con fuerza a las mantas con la otra mano y permaneció en silencio durante largo rato. Justo cuando los Castellanos pensaban que no iba a decir nada más, estalló de pronto: —Tío Gilberto, yo no empujé a nadie. Papá y el abuelo me decían que lo confesara, pero yo no… Lo repitió con obstinación, con una mirada de determinación en su carita y una expresión abatida en los ojos. ¿De verdad les caía bien a sus tíos? Ahora que les había dicho que no confesaría a pesar de que se lo pidieran, ¿seguirían queriendo a una niña desobediente como ella? Gilberto sintió como si un algodón le oprimiera la garganta. Se le llenaron los ojos de lágrimas, incluso Hugo no pudo evitar apartar las suyas. —Tu tío Antonio cree que no lo hiciste. Fue lo correcto, no confesar algo que no fue culpa tuya. Gilberto también asintió. —Ellos son los que están equivocados. Tú no hiciste nada malo Liliana, hiciste lo correcto. Cuando Liliana escuchó esto, su boca se torció un poco y las lágrimas comenzaron a derramarse por sus mejillas. Era como si todas esas lágrimas embotelladas hubieran encontrado por fin una salida y se negaran a ser reprimidas por más tiempo. La carita de Liliana seguía manteniendo esa expresión obstinada, pero su voz estaba salpicada de sollozos ahogados. —Pero… pero papá no me cree. Papá dijo que maté a mi hermanito y que, si no confesaba, no me dejaría salir. Parecía que Liliana por fin había encontrado a alguien con quien descargar sus quejas, incluso mientras sollozaba estas palabras. Incluso un niño de tres años y medio podía sentirse maltratado por muy testarudo o decidido que fuera. La furia de Gilberto se apoderó de él. —¡No es apto para ser tu papá! —¡Gilberto! —Antonio gritó. Gilberto se calmó en un silencio renuente, pero su rabia no disminuyó. Al pensar que Esteban seguía esperando afuera, le entraron ganas de destrozar la cama del hospital, agarrar uno de los soportes metálicos de los tubos y darle a aquel hombre la paliza de su vida. Liliana sollozó unas cuantas cosas más, lloró un poco más y luego se durmió. Una vez fuera de la habitación, Gilberto preguntó indignado: —Antonio, ¿de verdad vamos a dejar que esos Juárez se vayan tan a la ligera? ¡Una paliza no era suficiente para gente como ellos! Antonio se desabrochó despacio las mangas de la camisa y se las subió. Con suavidad, respondió: —Ocho contra uno, Gilberto. ¿Es suficiente para ti? Había ocho Castellanos jurando venganza contra la Familia Juárez.